Fotos y texto: Florencia Goldsman
Las condiciones laborales de las mujeres empleadas en la industria de la floricultura en Colombia provocan graves problemas físicos y emocionales para las trabajadoras y sus familias, en un contexto en el que la sindicalización es mala palabra. Cultivar rosas provoca que vastos territorios pierdan su riqueza en detrimento de la producción alimentaria, mientras que el derroche de agua deja en sequía a las poblaciones.
La floricultora azota la pereza. No tiene opciones para deshojar margaritas. Madruga. Cocina. Sale a la calle cuando aún es de noche. Llega a la empresa. Guarda el bolso en el armario. Recoge las flores. Comienza a quitar las espinas de manera minuciosa. Ordena las flores en cajas. Traslada las cajas al camión. Sube al ómnibus. Se abandona durante el viaje. Despabila. Busca a sus hijas e hijos en la escuela. Cocina otra vez. Duerme. Madruga. Prepara el almuerzo para sus criaturas. Sale a la calle, sin el sol aún en el cielo. Y así se repite cada día. Ésta es la rutina de las mujeres que trabajan en la industria de la floricultura en Colombia, uno de las principales fuentes de ingresos del país, que compite en el ranking mundial con países como Ecuador y Kenia.
El 95 por ciento de las flores que se producen en Colombia se exportan. Sólo un cinco por ciento es para consumo y comercialización interno. Unas 400 empresas ocupan 6.700 hectáreas en el país, de las que la gran mayoría (un 73 por ciento) están en la sabana cercana a Bogotá. Pero los suelos de la sabana son los más fértiles también para la producción agrícola: y ésa es una de las mayores preocupaciones para quienes debaten la soberanía alimentaria del país. Flores o alimentos.